Nació en la ciudad michoacana de Sahuayo donde sus habitantes conjugan su vivir con la bondad; el arte con la alegría y la belleza; su espíritu fuerte y combativo, con la generosidad, el amor al trabajo y las buenas costumbres. Tierra de almas próceres, de cristianos fervientes y valerosos. Ahí tenía que haber nacido José Luis.
Su padre, Macario Sánchez, trabajador y honrado, le dio ejemplo de virilidad. Y la piedad sincera de su madre, María del Río, la respiró a pulmón lleno su hijo José Luis.
La fragancia y la sencillez del campo la llevaba José Luis en su espíritu ingenuo y abierto. La fuerza espiritual de su padre fue el secreto de su hombría. La sincera piedad fue el rasgo amoroso que en herencia le había dejado su madre en su corazón de niño. Y su adhesión a la Iglesia y al Papa, manifestada en su devoción ardiente al representante de Cristo en la tierra, la aprendió José Luis en ese Sahuayo católico y romano.
Chico decidido y valiente
Contaba sólo trece años de edad cuando en 1927 estaba en toda su crudeza la violenta persecución religiosa, llamada por algunos «conflicto religioso», que Dios permitió padeciera la nación de Santa María de Guadalupe para purificarla de sus extravíos; para valorizar la grandeza de alma de muchos mexicanos, y para que México tuviera la gloria de contar a muchos de sus hijos en las legiones de los Mártires. Entonces se avivó en la conciencia del pueblo aquel limpio amor de los primeros cristianos que entregaron su vida por Cristo.
De Sahuayo partieron muchos hombres generosos y buenos a defender su fe y mostrar su amor y fidelidad a la Iglesia en el ejército «cristero». Así llamaban despectivamente «cristeros» a los componentes de ese ejército de cristianos esforzados; pero ellos acogieron con veneración el nombre porque sabían que defendían los derechos de Cristo y de Su Iglesia.
En todos los movimientos inspirados por Dios surgen siempre almas cumbres que en la altura de un ideal son vivo ejemplo que alienta e impulsa a los débiles y son testimonio ardiente de lo que puede lograr el verdadero amor. Como espiga madura en el campo, como bandera juvenil, como réplica irrefutable, debe vivir en la Historia y en el alma de México la figura amable y gigante de José Luis Sánchez del Río, pequeño apenas de trece años; pero con un gran corazón abierto a la divina aventura.
José Luis había ido una tarde al Santuario de la Virgen de Guadalupe a formular una promesa que nadie escuchara, sino Cristo Rey y Su Madre bendita: la promesa de sumarse al ejército de valientes que se habían comprometido a luchar por el Reino de Cristo.
Estudiaba el sexto año de instrucción primaria en el Colegio de su pueblo, y un día sorprende a sus compañeros con esta invitación: «quiero que me acompañen a comer al salir de clase». Todos aceptaron al jovial José Luis tan sincera invitación, porque él siempre hablaba en serio, hasta cuando entre bromas decía algo que calaba hondo.
Reunidos en la comida campestre tomó la palabra con su decisión característica: «Mi invitación les ha sorprendido, y con razón; porque esta comida es también mi despedida. Me voy de soldado de Cristo Rey. Hoy mismo seré cristero»
Sus amigos y compañeros se miraron unos con admiración, otros con duda. Todos creían imposible tal hazaña. «Lo he pensado bien, prosiguió José Luis: seré soldado de Cristo Rey y de la Virgen de Guadalupe. Les pido que me encomienden a Dios, y que después de comer me acompañen a donde está mi madre para pedirle la bendición»
En seguida se fueron a la casa amable, perfumada de un amor claro y sencillo de una madre generosamente cristiana. José Luis hablaba con toda la franqueza entrecortando un poco las palabras por la fuerza de su voz llena de emoción y entusiasmo.
La madre sintió que le inundaba la tempestad de cariño de su hijo: no quería creerlo…
«Mamacita, lo tengo decidido. Dame tu bendición y ofreceme a Cristo Rey. No sufras… Mira que nunca ha sido tan fácil como ahora ganarse el Cielo»
La madre, repitiendo el gesto de la madre de los Macabeos, entrega su hijo a Dios, bendiciéndolo.
José Luis voló esa misma tarde al campamento cristero más cercano a Sahuayo; pero los jefes se resisten a aceptar al pequeño desconocido. Ignoraban que en su corta edad tenía un corazón bien puesto y un alma gigante.
El empeño y la decisión lo hacen realizar lo que ama entrañablemente. Volver a casa y vivir tranquilo, ya no podía entenderlo. Sentía vivo el llamado de Dios. Vivía la urgencia del momento. Quería aprender a ser héroe entre asperezas del campamento. Había sido rechazado por sus pocos años; en lugar de ser una ayuda, causaría preocupación a los jefes. Pero él había oído hablar del General Prudencio Mendoza que capitaneaba el grupo cristero de Cotija.
Cotija, es una singular población michoacana. Está enclavada entre la valentía de la Sierra y la sobriedad de la llanura. Tierra de horizontes abiertos y de ternuras de cielo. Pueblo risueño, en gracia de Dios… Tierra de familias cristianas, distinguidas y valientes; hoguera de concordia y humanismo. Tierra de Santos y de Héroes, cuya fortaleza estriba en la delicadeza de alma de madres buenas que nunca han medido el sacrificio, ni se olvidan del Rosario, y saben mirar con alegría la vida, y realizar cosas muy bellas que sólo Dios conoce. Cotija cuenta entre sus hijos al que esperamos ver un día en los Altares, el Obispo de Veracruz, Don Rafael Guízar y Valencia, a quien todo el mundo tiene por santo.
Ahí en Cotija el General Prudencio Mendoza recibe la carta de José Luis en que le pide lo reciba entre sus soldados de ese pueblo valiente; manifestándole que si es chico aún para portar las armas, podrá servir de otras maneras en el ejército: que podrá cuidar los caballos de los soldados; ponerles y quitarles las espuelas a los cristeros; o bien desempeñar algún servicio en beneficio de la tropa pero que se le admita como soldado de Cristo Rey.