Prisionero del enemigo

El valor de José Luis es irresistible porque nace de la fuerza de Dios. Un soldado enemigo le arrebata la Bandera y pretende obligarlo a pisotearla. ¡Imposible! El  corazón puede más que la fuerza bruta. José Luis y su Bandera estaban identificados porque el corazón juvenil de aquel muchacho entusiasta estaba siempre izado en la Bandera de Cristo Rey; y la Bandera clavada en su corazón. La Bandera se movía en sus manos con signo de grandeza a su grito de ¡Viva Cristo Rey!¡Cómo iba a pisotearla! Algo tan sagrado: la Patria, Cristo, su ideal, su alma…  ¡jamás! Afirmaba con su actitud de soldado generoso de Cristo Rey el glorioso lema de la A. C. J. M.: ¡por Dios y por la Patria!

Al impulso de la fe y de su amor quiso besar la Bandera y le dieron un bofetón. Pero aquel bofetón, expresión de bajeza y brutalidad, le enardecer y un volcán de amor lo hace vibrar: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! José Luis caía al suelo por un segundo bofetón, pero para levantarse enardecido por el fuego de la hoguera interior de amor a Jesucristo. José Luis invitaba con su ejemplo a caminar dejando huellas de eternidad a todos los que lo miraban entonces, y a los que después lo admirarían con ojos asombrados pero llenos de confianza en el triunfo.

Sus enemigos quisieron jugar con su ideal y no pudieron. Sus verdugos en lugar de apagar la hoguera viva, indescriptible, de amor a Jesucristo, que ardía en el corazón de José Luis, hacían que las llamas creciesen  y purificarse el fuego del Corazón de Dios. El Corazón de Dios era el que amaba en él y por eso no podía ni medirse, ni romperse, ni mucho menos apagarse.

La cárcel para José Luis es cosa que no lo espanta. Le echan la soga al cuello y casi arrastrando lo conducen los verdugos hasta Sahuayo y lo encarcelan en la Iglesia parroquial convertida entonces en cuartel por las tropas anticatólicas. La cobardía se ensaña ante la debilidad y recurre a la brutalidad para expresar su impotencia. Su prisión fue el bautisterio parroquial. La iglesia parroquial de Sahuayo se había convertido en cuartel y cárcel. ¡Qué contrasentido! El lugar de la libertad más gloriosa convertida en prisión.

En aquel sitio hacía trece años que las aguas bautismales lo habían sellado con el carácter indeleble de Cristo. Ahí había sido llamado José Luis con ese nombre que nunca manchó ((*) Su nombre de pila fue José, pero el en ejercito de Cristo Rey se le conoció siempre por “José Luis, y con este nombre  ha pasado a la historia.) «José Luis, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La fuente bautismal estaba seca; pero la vida que brotó de ahí estaba viva en la presencia de aquel hijo de Dios que había jurado por boca de sus padrinos, en ese mismo templo, renunciar a Satanás, y a sus obras, y a sus seducciones, y ser fiel a Jesucristo.

La soledad de la iglesia entristecida se rompía no con el llanto ni con las quejas de José Luis, sino con expresiones de su alegría juvenil al sufrir por Jesucristo. La prisión para José Luis no significaba una derrota.

Pero José Luis sí miraba de vez en cuando con tristeza hacia el altar sin flores y sin manteles blancos de su amada Parroquia; y recordaba el día en que ahí había sido armado soldado de Jesucristo por la confirmación; y venían a su memoria el día jubiloso de su primera comunión y aquellos domingos en que todavía de la mano de su madre iba a la misa en que siempre comulgaba. Cristo no estaba ahora en el Sacramento. Su templo estaba profanado. No podía recibirlo sacramentalmente en su corazón; pero lo tenía en su alma por la efusión de Su Amor, y lo recibía en la comunión espiritual que aumentaba Su gracia en él.

No era el único prisionero. También compartían algunos otros jóvenes cristeros con él la misma suerte. José Luis, el entusiasta, el alegre, el juvenil soldado de Cristo Rey, no derramó ninguna lágrima porque en su prisión no sabía sino cantar y alegrar con ingeniosas travesuras, infundiendo fortaleza a sus compañeros de cautiverio, mientras llegaba el momento de consumar el sacrificio. En la prisión de su tierra natal esperaba con fortaleza cristiana y valiente regocijo el momento de su nacimiento al Cielo.

Sano de espíritu y de cuerpo, entre bromas y en medio de la seriedad del momento, se descubre tal cual es; se manifiesta sincero y leal, rebosante de alegría en todos los momentos de la vida. En las dificultades y en lo fácil, en lo heroico y en lo sencillo, José Luis sonríe y ¡adelante…! ¡Qué difícil vivir la sencillez heroica en la prisión mientras se burlan de él y lo juzgan loco por «cristero»!

Cristero de convicciones profundas y de actitud valiente, no puede soportar el canto, dentro de la iglesia, de unos gallos finos -de pelea-, expresión de la valentía de su dueño, un Diputado que había puesto su honor en manifestar su desprecio a la Religión y a la Obra de Cristo. José Luis sentía en aquel canto de los gallos un desafío a su dignidad de soldado de Cristo Rey, defensor de los derechos de Dios y de la Iglesia.

Resuelto se enfrenta a aquel jefe anticatólico y le dice que la Casa de Dios no es lugar para tener sus gallos y que la capilla de Santiago, Patrono de Sahuayo, tampoco debe ser profanada por los relinchos de un caballo consentido que ahí comía y pataleaba a sus anchas. Se revivía la figura de Cristo en la palabra y en la actitud de José Luis: «Mi casa es casa de oración y no cueva de ladrones». Dios actuaba y vivía en él.

Enardecido José Luis y aguijoneado por la sonrisa sarcástica del Diputado, mostró su virilidad y su celo por la casa de Dios. Al filo de sus manos que lo mismo desgranaban las cuentas del Rosario, que manejaban las riendas de su caballo, que portaban la Bandera de Cristo Rey con aire ingenuo pero siempre de héroe; al filo de esas manos cayeron aquellos gallos finos, degollados. Y el canto de los gallos que a él le parecían retarlo como defensor de los derechos divinos, no se volvió a escuchar más en la iglesia. También el caballo retinto, de sangre pura, recibió primero una caricia de José Luis, porque su alma ingenua amaba los animales y el campo; pero en esta vez veía en aquel animal simbolizaba la conciencia de su amo, perseguidor de Cristo, a quien era inicuo le siguiera sirviendo. Y José Luis le picó los ojos. Quitaba así con la ausencia de los gallos y del caballo estos instrumentos de profanación del Templo de Dios.

Al enterarse el Diputado hace una rabieta infernal y llega a la iglesia gritando impulsivamente:¿quién hizo esta salvajada? Y José Luis airosamente responde con toda la verdad que siempre amó: «Yo fui».

El Diputado volvió las espaldas herido por la valentía de todo un hombre, que tal era aquel niño prisionero; y se desquita con improperios y puntapiés a José Luis y a los guardianes de la prisión.

El caballo y los gallos finos del Diputado murieron porque José Luis no soportaba la profanación del templo de Dios, imagen del Templo Vivo que él deseaba ayudar a construir con su heroísmo cristiano. Él era bueno y había nacido para hacer el bien, costara lo que costara; para luchar por Cristo Rey y defender los derechos de Su Iglesia. Sabía que esto podría apresurar su muerte. Pero no le importaba: ¡Moriría en la raya por Cristo Rey!

Un soldado enemigo admirado del inquebrantable carácter de José Luis y viendo que no podía vencer a aquel chico de alma gigante, pretendió sobornarlo para que traicionara a Cristo: llegaba a menudo con halagos, con promesas, con amenazas: «No tienes sino gritar ¡Viva Calles! O ¡Viva el Gobierno! Y te dejaremos libre. Te enviaremos a estudiar lo que tú quieras al mejor colegio de México sin que te cueste nada. Si te encaprichas en tus tonterías cristeras te vamos a matar, y vas a causar muchas penas a tu familia porque ya están fichados tus padres y tus hermanos. No seas terco. Grita ¡Viva el Gobierno!. Y gritar ¡Viva el Gobierno! Significaba afirmar su actitud, unirse en la persecución a Cristo, renegar de la fe y de las propias convicciones. Eso no podría pasar. José Luis callaba para responder a los halagos y a las amenazas con su exclamación que brotaba más que de sus labios, del fondo de su alma: ¡Viva Cristo Rey! ¡ Viva la Virgen de Guadalupe!.

Para pintar a José Luis de cuerpo entero; para mirar al niño héroe en el interior de su corazón, nos basta reproducir la carta que desde su gloriosa prisión envió a su madre cuatro días antes del martirio:

 

«Lunes 6 de febrero de 1928.

Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir; pero nada me importa, mamá. Resígnate a la Voluntad de Dios; yo muero contento porque muero en la raya al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte que es lo que me mortifica. Antes diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo que su hermano el más chico les dejó; y tú haz la voluntad de nuestro Dios; ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba».

Firmada: José Luis

 

Y José Luis murió en la raya.

Morir en la raya: eso es lo que rubrica la vida de los grandes hombres. Los que no son calculadores, los que viven en manos de la Providencia divina. Los que no se basan puramente en los juicios humanos sino que se mueven y viven en lo sobrenatural, en lo divino. El Espíritu Santo les da fortaleza para servir hasta el último momento, hasta la raya, en el dintel del tiempo para entrar a la eternidad.

Autor entrada: SGCORC