Pbro. Prisciliano Hernández Chávez, CORC
El Santo Padre Francisco sabe mirar a México, porque “solo se bien con el corazón, lo esencial es invisible para los ojos”, como sentenció Antoine de Exupery en el “Principito”. Así lo ha demostrado en su primer mensaje a la Nación desde el Palacio Nacional, ante la presencia del Presidente Enrique Peña Nieto, su Esposa Angélica Rivera, su gabinete, senadores, diputados, gobernadores, la clase política, la sociedad civil, el cuerpo diplomático y algunos cardenales y obispos. Ha reconocido lo bello de nuestro país que desea recorrer como misionero y peregrino de la misericordia. Nos presenta así un nuevo horizonte de posibilidad para realizar la justicia y la paz. Quiere dejarse mirar por la Virgen de Guadalupe nuestra Madre, y sentirse como buen hijo que sigue las huellas de la madre.
El Papa ve a México como lo contempla una madre, como lo hizo Santa María de Guadalupe aquel 12 de diciembre de 1531: un México agonizante de dolor, quien a través del Nican Umpehua decía “déjennos morir, ya no queremos vivir”; ante ese contexto de cambio, de encuentro de dos culturas y del hundimiento de la tradición de los mayores y de la palabra sabia del huehuetlatolli. Así como Santa María, el Papa se expresó con respeto y ternura de quien ama: “México es un gran País”, por sus recursos naturales, su biodiversidad, por su privilegiada ubicación geográfica, por su mosaico polícromo cultural y de sangre: indígenas, mestizos y criollos, que nos dan una identidad propia que es difícil encontrar en otros pueblos. “La multiculturalidad es uno de sus mayores recurso biográficos”, sentenció como quien valora el alma de nuestro pueblo tan ignorado y pisoteado por pseudoculturas individualistas y narcisistas, que ponen el ego en el centro. México que tiene rostro joven para proyectar un futuro promisorio con capacidades de transformación y de renovación. Ver ciertamente nuestras posibilidades, pero asumir las responsabilidades a la hora de construir el México que queremos y que deseamos legar a las próximas generaciones. “…un futuro esperanzador se forja en un presente de hombres y mujeres justos, honestos, capaces de empeñarse en el bien común.” Con claridad y sin falsas diplomacias, puso el dedo en la llaga: cuando se busca el camino del privilegio o el beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano “la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”. Ese es nuestro talón de Aquiles. La identidad del pueblo mexicano ha sido forjada en duros momentos; han existido testimonios de ciudadanos que han permitido superar la cerrazón del individualismo a través de acuerdos entre las Instituciones políticas, sociales y de mercado; de hombres y mujeres que se comprometen en el bien común y en la promoción de la dignidad de la persona. Por eso se pueden encontrar nuevas formas de diálogo de negociación, de puentes capaces de guiarnos al compromiso solidario. Los dirigentes de la vida social, cultural y política deben ofrecer la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino, en su familia y en los círculos de la sociabilidad humana, creando ese acceso efectivo a los bienes: vivienda adecuada, trabajo digno, alimento justicia real, seguridad efectiva, un ambiente sano y de paz. No pensar que es asunto de leyes, por muy necesarias que sean, sino fruto de una “urgente formación en la responsabilidad de cada uno”.
El Papa Francisco nos deja este mensaje que trasciende los credos políticos. Aquí está el alma del proyecto de Nación que podemos construir hombro con hombro, valorando nuestro ser, nuestro caminar histórico con el corazón henchido de esperanza, bajo la mirada de la Virgen de Guadalupe que forjó nuestra Patria y cuyo amor exige todo un comportamiento ético, que hunde sus raíces en la antropología mexica: respeto, ternura y protección. Por alma, corazón, historia y cultura podremos edificar la Patria, “terra patrum,” la tierra de nuestros padres, según la definición de Cicerón.