Prisciliano Hernández Chávez, CORC
El sufrimiento es intolerable y la muerte aterra cuando se presentan de manera injusta y cruel. Ese empeño de sofocar la verdad y de erigir a la mentira como el único poder afirmando la autorrefencialidad de sentirse “dios”. Esta es la tragedia de los inconcientes que crean para su desgracia su ética de oropel barrida ante los límites de dejar de ser. A la obra de la mentira convertida en poder de muerte, solo se da paso al silencio en el Sábado Santo. Callaron a la Verdad, mataron a la Vida, se regodearon en sus sendas, lejos del Camino. Manos manchadas de sangre inocente, agua que no lava la pilatesca cobardía, Trigo escupido y arrojado a la tierra, puesto por el amor en una tumba virgen. El mal tiene su tiempo y un poco de tiempo; Dios tiene el suyo que se introduce en la Historia y le da la apertura a su eternidad: siempre, siempre, siempre. La oscuridad del Gólgota llegará hasta el principio del fin de la humana historia. Seguidores del Mártir de los mártires, Jesús, hoy masacrados por la violencia cobarde e inaudita, por los corruptos saqueadores del pueblo hambriento, o por ministros que manchan lo sagrado y la inocencia. Los maestros prestidigitadores de la palabra que hacen su agosto ideológico con la confusión, cerrando los caminos a la luz.”Luchan como perros por defender su carroña, rechazan la perla única que se les ofrece y asesinan a quien se la trae”, escribía José Martín Descalzo. Creyeron en la muerte de Jesús como quien se enorgullece de sofocar la Luz; pero no pensaron en sus propias muertes que relativizan y terminan con su poder, llegándoles la hora de la verdad, no de su verdad, porque todo hombre muere como ser para la muerte, por más que se ignore o se camufle. Todo eso queda atrás ante la aurora de la resurrección. Con la resurrección de Jesús se entra en la plenitud de la vida; el cuerpo humillado, se reviste de gloria para no morir más, entra con el cuerpo en la vida eterna, la dimensión plena de Dios. Jesús resucitado inaugura la humanidad nueva que se inicia en el bautismo celebrado en su muerte y en su resurrección. Aquí radica nuestro optimismo: cuerpo y alma que pueden entrar en la eternidad: “si con el morimos, viviremos con Él, si con el sufrimos, reinaremos con Él” como consoladoramente lo afirma san Pablo en su Carta a Timoteo. La resurrección del Señor Jesús se expresa en la fe vivida, valiente y testificada de los Apóstoles, otrora discípulos cobardes; certeza que nos da la evidencia de un hecho real que cambió la vida en Cristo vencedor de la muerte. Más allá de los testimonios bíblicos de profecía y cumplimiento “era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria”, el reto será siempre para el cristiano el experimentar en la propia existencia que Cristo vive. Más allá de la historia, es una realidad sobrenatural que puede irrumpir en el corazón, como suave brisa o un arrebato huracán. Aún siendo un hecho la resurrección del Señor Jesús, es un misterio que se ha de experimentar en la comunidad cristiana, en la oración, en la fracción del pan, en el testimonio del servicio humilde y misericordioso. La apertura radical y absoluta al Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, nos lleva a la evidencia: Cristo vive, vivo en Él, es mi conciencia y mi operatividad. Con Cristo resucitado damos el adiós a todos los poderes de destrucción, a todas las esclavitudes, al peor de todos la muerte, porque en su muerte murió nuestra muerte; es nuestro futuro en el tiempo y escatología feliz en la eternidad.
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