Queridos hermanos:
Hoy, como siempre, la iglesia ha manifestado la doctrina sobre el matrimonio, en diversos documentos, los cuales interpretados de forma irresponsable y subjetiva han creado falsas expectativas en los fieles. Con el fin de aclarar un asunto tan importante, quisiera exponer brevemente en una serie de artículos la recta doctrina sobre el matrimonio y la diferencia que existe entre nulidad matrimonial y divorcio.
El vínculo matrimonial
Al matrimonio se le llama también vínculo matrimonial, esta palabra tiene su raíz en el latín “vinculum” que era la argolla o cadena, que se ponía a los apresados en combate, como signo de esclavitud. El término se aplicó después al matrimonio y a otras situaciones jurídicas.
Así el nombre de esposos deriva de esposados, encadenados. Seguramente por esta razón, en los esponsales los casados se entregan anillos ¾similares a las argollas de una cadena¾, como signo de su vinculación matrimonial y las pulseras, que llevan las mujeres comprometidas o casadas, se llaman esclavas. El uso del anillo por los casados constituye desde antiguo una manifestación pública del compromiso adquirido: una relación permanente que afecta a su estado civil y canónico.
Este término venía a significar con propiedad lo que ocurría a quienes se casaban: se modificaba su status, se establecía una vinculación entre ellos, una relación permanente para compartir la conyugalidad estableciendo un nuevo hogar, una familia.
Los casados perdían su libertad para entablar relaciones conyugales con terceros: quedaban vinculados a su cónyuge de forma permanente, es decir, por toda la vida.
La capacidad de contraer vínculos permanentes va de acuerdo con la dignidad de la persona y negar dicha capacidad sería malentender esa dignidad y la dimensión espiritual y afectiva de la persona quedarían sensiblemente mermadas. Se desconocería el sentido vocacional de la persona, aquello que permite nuestro más pleno desarrollo y dar a la vida una orientación unitaria.
No resulta difícil concluir que el matrimonio es una auténtica vocación para los esposos, algo que compromete sus vidas. La misma noción de virtud reclama la permanencia (por ejemplo, la virtud de la fidelidad a los compromisos libremente asumidos). Finalmente, la sociedad se resiente profundamente, si únicamente se homologan jurídicamente compromisos matrimoniales efímeros o a prueba. Facilitar la desestructuración de la familia atenta no sólo contra la persona sino también contra el bien común y social.
El nacimiento del vínculo conyugal
El vínculo matrimonial se establece cuando los cónyuges, capaces de matrimonio, se dan y reciben mutuamente el consentimiento de forma libre.
Una vez que nace el vínculo matrimonial, es irrevocable por las partes y sólo la muerte en los cónyuges lo disuelve; a esto se le llama indisolubilidad.
La indisolubilidad no depende de que uno o los dos cónyuges lo deseen, sino que nace como deuda de justicia, como compromiso permanente, como un vínculo, por lo que, aunque desaparecieran los efectos, el vínculo no, de modo semejante a si desaparece el afecto de un padre por su hijo, la paternidad y la filiación permanecen.
De esta manera el matrimonio al ser un vínculo indisoluble, se contrae por tiempo indefinido, eso es lo que se quiere expresar con las palabras “hasta que la muerte los separe”; es por ello que el can. 1055 § 1 del Código de Derecho Canónico define el matrimonio como un “consorcio de toda la vida”, y el canon 1056 sostiene que esta indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio.
Pbro. Dr. Francisco Javier Sebastián Salinas